UNA CAMPAÑA ÉPICA

 


Cómo Buenos Aires frenó la viruela gracias a un cura que vacunaba bajo un árbol

La viruela azotaba Buenos Aires allá en 1804. Saturnino Segurola y Cosme Argerich impulsaron la vacunación, salvando millas de vidas bajo un árbol en Caballito.




La viruela azotaba Buenos Aires allá en 1804. Saturnino Segurola y Cosme Argerich impulsaron la vacunación, salvando millas de vidas bajo un árbol en Caballito.

A principios del siglo XIX, mientras la viruela arrasaba con todo, Buenos Aires se plantó firme gracias a dos héroes de carne y hueso: Saturnino Segurola y Cosme Argerich. Bajo un árbol en Caballito, empezaron a vacunar a la gente y cambiaron para siempre el destino de una ciudad que estaba al borde del colapso.

Una peste que no perdonaba ni al rey (ni al vecino de al lado)

La viruela era un monstruo. te contagios fácil, se te llenaba el cuerpo de llagas y si tenías suerte, quedabas marcado de por vida. En el siglo XVIII morían 400.000 personas por año, y no importaba si eras pobre o el rey, como Luis XV de Francia, que también estiró la pata. Los chinos, que siempre estuvieron un paso adelante, ya jugaban con la "variolización", una técnica que hoy nos daría bastante asco: aspiraban polvito de costras de infectados o te mandaban pus de enfermos leves directo al brazo. ¿Era algo kamikaze? Si. Pero funcionaba mejor que nada.

En Europa, todo arrancó gracias a Mary Montagu, que viendo lo complicado que era la viruela, hizo vacunar a su hija en Londres en 1721. Se armó un revuelo, pero el resultado fue tan bueno que hasta la Princesa de Gales vacunó a sus hijas. Y en EE.UU., George Washington vacunó a todos sus soldados antes de ir a pelear, sabiendo que si no, el ejército se le desarmaba.

A principios de los 1800, la viruela mataba a cientos de millas cada año. A pesar de los métodos rústicos, la vacuna de Jenner fue un avance crucial que se difundió globalmente.


Después apareció Edward Jenner, que mirando a las lecheras (las mujeres que ordenaban vacas) notó que ellas se enfermaban poquito y no agarraban la viruela. Fue de ahí que sacó su idea: usar la viruela vacuna como escudo. Agarró a James Phipps, el hijo de su jardinero, le metió pus de vaca y después lo expuso al virus malo. El pibe ni se mosqueó: era inmune.

Así, en 1798, Jenner publicó todo y la vacuna se empezó a repartir por el mundo como pan caliente. España mandó la "Expedición Filantrópica de la Vacuna" en 1803: 4 médicos, 3 enfermeros y 22 huérfanos que iban de puerto en puerto pasándose la vacuna de brazo en brazo, porque en esa época no había congeladores ni tubos de ensayo.

Un árbol, un cura y un médico que salvaron Buenos Aires.

Para 1804, en Buenos Aires, la cosa estaba pesada. La viruela pegaba duro en los barrios, y el miedo era moneda corriente. En ese contexto llega un barco negro a Montevideo, desde Brasil, cargando dos chicos esclavizados que, por esas casualidades de la vida, ya venían vacunados.

Ahí es donde entran en escena dos personajes que hoy merecerían su propia serie de Netflix: el cura Saturnino Segurola y el doctor Cosme Argerich. Segurola no se la pensó dos veces: empezó a vacunar a la gente todos los jueves bajo un árbol, en la quinta de su hermano, donde hoy cruzan Puán y Fernández Moreno, en pleno Caballito. Cero glamour, cero hospitales: era al aire libre ya pura voluntad.

En 1804, el cura Saturnino Segurola y el doctor Cosme Argerich vacunaron a la población de Buenos Aires contra la viruela. Segurola, reconocida por Jenner, inició las primeras vacunas bajo un árbol en Caballito.


Cosme Argerich, por su parte, organizaba vacunaciones en hospitales improvisados y también armaba cursos para formar vacunadores. Los tipos entendieron algo clave: vacunar era salvar vidas, y había que hacerlo ya.

Segurola terminó siendo reconocida por la Sociedad Jenneriana como "el gran vacunador" (nada menos que por los amigos de Jenner en Inglaterra). Además, el tipo tenía un currículum que metía miedo: era director de la Biblioteca Pública, miembro de la Asamblea del Año XIII, profesor, administrador de la Casa de Expósitos y comisionado general de la vacuna.

Y todo eso, en una Buenos Aires donde todavía había calles de tierra, carretas, y donde la ciencia era casi un acto de fe. Gracias a ellos, la ciudad pudo empezar a ganarle a una enfermedad que parecía invencible.

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