La belleza de la semana: el asesinato de Julio César
La historia de un complot político sin precedentes, uno de los grandes magnicidios de la historia y la más recordada conspiración, a través de la pintura
A Julio César le dieron 23 puñaladas, pero fue la segunda, la que se clavó en el tórax, la que lo mató: 21 estuvieron de más. Así suele ser la venganza. El máximo poder de la República Romana murió la tarde del 15 de marzo del año 44 a.C. Fue durante una reunión del Senado en el Teatro de Pompeyo. Una emboscada bien organizada, un complot político sin precedentes, uno de los grandes magnicidios de la historia, la más recordada conspiración.
Los enemigos eran internos. Estaba librando una fiera puja con el Senado, pero sucedía, sobre todo, en el centro de su imaginación. Paranoico, cuando Cicerón lo invitó a cenar, llevó a toda su guardia: ocuparon tres salones. En una carta a Tito Pomponio Ático, Cicerón cuenta que esa noche César “bebió y comió con tanto apetito como energía” pero que no hubo “ni una palabra de asuntos serios”; fue una “conversación enteramente literaria"
Había algo más que intuición. Un vidente, un arúspice, que examina las entrañas de un animal sacrificado y le dice que su vida está en peligro. Lo dice con una seguridad pretenciosa: “Su vida está en peligro”. No sólo eso, le da una fecha puntual: los idus de marzo, la mitad del mes. Hay más fuentes, que son fuentes de fuentes, como lo que escribe Stephen Dando-Collins: César le dice a un ayudante: “¿Qué crees que está tramando Casio? No me gusta, se ve pálido”.
La decisión la toman Bruto y Casio. Son adalides del Estado, guardianes de la República. Creen, imaginan, se convencen: hay que matar al César. La frase se pronuncia como un susurro en una fría noche de febrero. Hay que matar al César. Si el destino es el totalitarismo, el magnicidio era la forma de impedirlo. Hay que matar al César. Perfeccionan la idea, la argumentan, la militan, suman miembros, construyen una mayoría secreta. Se cree que los conspiradores eran entre 60 y 80.
Hay mucho escrito sobre el arduo proceso conspirativo. Lo cierto es que, pactado el día, la hora, el método y el calibre de la decisión, lo citan en el Teatro de Pompeyo. Pero Julio César no llega, no aparece, se demora, tarda. ¿Qué pasa? ¿Acaso se enteró? ¿Quién traicionó la rebelión? No, acá lo que aparece es la paranoia, la clarividencia, la literatura. Calpurnia, su esposa, amaneció afligida por una pesadilla: soñó que lo habían asesinado. Él elige no creer.
Marco Antonio sabía. Se lo había dicho Publio Sevilio Casca, uno de los conspiradores. ¿Lo habrá intentado convencer y no lo logró? ¿Un desertor de la causa, un incorruptible de Roma? ¿Un cabo suelto que podría haber cambiado todo? Marco Antonio sabía y lo buscó al César. Lo encontró subiendo las escalinatas del Teatro de Pompeyo, pero ya era tarde. Lo tenían rodeado: le hablaban, le preguntaban, lo abrumaban. Entraron al salón, cerraron la puerta.
Con el César sentado en el trono, se inició el plan. Lucio Tillius Cimber se acercó a presentarle una petición: su hermano estaba exiliado, desterrado, le pedía que lo deje volver. César se negó, pero el hombre insistió, exagerado, tirando de su toga, pidiendo clemencia, pidiendo piedad. Esa era la señal. Los senadores se acercaron rápido, estrepitosos. Esos segundos habrán sido eternos. Entonces Casca, Publio Servilio Casca, fue el primero que atacó, el que rompió el protocolo.
Confiado, seguro, Casca lanza una puñalada que da en el cuello: no se clava, sino que corta, lacera, lastima, daña. En la reconstrucción que hace Plutarco un siglo y medio después, César toma a Casca del brazo y le dice: “¡Casca, villano! ¿Qué hacés?” Y Casca, asustado, descubierto, mira al resto y grita: “¡Hermanos! ¡Ayuda!” pero es él mismo el que reacciona antes y acierta una puñalada, la segunda, en el tórax, la mortal. Y entonces sí, se abalanzan todos: llueven las dagas en el cuerpo dócil.
El arte ha hecho de esta escena un enorme corpus. La literatura, sin dudas: Shakespeare y Voltaire, entre tantos. Pero la pintura también. Desde una ilustración manuscrita en madera de Johannes Zainer del año 1474 donde, por la calidad del dibujo, vemos una matanza que luce casi infantil. Algo similar ocurre con un grabado del siglo XVI atribuido al artista Virgilio Solís, donde dibuja la deificación de Julio César: mientras ocurre el asesinado se produce la apoteosis.
En Muerte de César (1865), el alemán Carl Theodor von Piloty muestra congela el clímax, la escena perfecta: la petición de un senador que se arrodilla, que tira de la toga del César, que se alarma, que se preocupa, dos más se lo quitan de encima, sobreactuados, y Casca detrás, envuelto en sombras, con la daga en la mano derecha ya en el aire, a punto de asestar la primera puñalada, la que destruya la farsa de los buenos modales, y alrededor, los demás, observando, ansiosos, el impacto.
Otra, bellísima, La muerte de Julio César, año 1806, de Vincenzo Camuccini. Es una obra que ya había sido hecha en 1793: al no provocar halagos ni buenas lecturas, el pintor la destruyó y trabajó una versión mejor. Volvió a empezarla desde cero y, al parecer, quedó conforme. Vemos al César, ya no en el trono, sino en el piso, la rodilla derecha en el suelo, los brazos estirados intentando frenar las agresiones. La primera puñalada, parece, ya ocurrió.
El César es grande, musculoso, fornido, más que la mayoría de los senadores. Está en un momento de debilidad total. Se defiende, es lo que intenta, pero ya es tarde: hay muchas cuchillas en la escena: una, dos, ocho dagas en alto. Los demás, con las manos abiertas, los brazos extendidos, asustados, impacientes, ¿impresionados?, ¿arrepentidos? Pero ya es tarde: uno de ellos, Casca, cuyo rostro no ve el espectador, está a punto de decretarle en la espalda, en el tórax, la muerte.
Lo que pinta Jean-Léon Gérôme en La muerte de César, óleo de 1867, es la escena consumada. Julio César, su cadáver, está tendido en el suelo. Vemos sangre, vemos su cara desfigurada por el horror, vemos una manta blanca que lo cubre. Y vemos, luego, al fondo, en el centro, a los conspiradores, victoriosos, saliendo de la sala con las dagas en alto. Le anunciarán al mundo lo que ocurrió, que las cosas cambiaron, que el futuro es otro, que la República está salvada, eso dirán.
Sobre Julio César se ha escrito tanto. Hay reivindicaciones entusiastas, como la biografía que hizo Eugenio de Ochoa en 1868, donde dice que, “cando la Providencia suscita hombres tales como César, Carlomagno, Napoleón, es para trazar a los pueblos el camino que deben seguir, señalar con la marca de su genio una nueva era, y consumar en algunos años el trabajo de muchos siglos. ¡Felices los pueblos que los comprenden y os siguen! ¡Ay de aquellos que los desconocen y los combaten!”
Una figura así ya no es humana. Con tanto tiempo transcurrido, tanta hermenéutica, tantas interpretaciones, “la leyenda oscurece siempre la posibilidad del fiasco; se infiltra en todas y cada una de las dimensiones de la vida de César, tiñéndola del resplandor rosado del heroísmo”, escribe la historiadora inglesa Patricia Southern en su biografía. “No es ya solo su propia historia, sino su leyenda, lo que se infiltra y colorea su propio pasado”. Terreno fértil para literatura. Y para la pintura.
Cada cual, entonces, construye su propio César. Pero hay uno que existe a contramano. Después de la conspiración, después del magnicidio, después que los senadores salgan con las dagas en alto del Teatro de Pompeyo y caminen por las calles al grito de “¡Pueblo de Roma, somos libres una vez más!”, Julio César volvió. Según el grabado de Edward Scriven de 1802, se le apareció a Bruto en forma de fantasma. Un espectro terrible, impiadoso, brutal. La venganza de la venganza.
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