El proteccionismo: inteligente o de manotazo

El proteccionismo: inteligente o de manotazo

Por Javier González Fraga

El proteccionismo es tan antiguo como el comercio. Todos los países lo practicaron con intensidad, y lo siguen haciendo, con mayor o menor disimulo. En mis años de productor de dulce de leche tuve que pagar aranceles entre el 80% y el 100% para ingresar a los mercados de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Al Uruguay nunca le pude vender, a pesar del Mercosur. No me voy a olvidar que en el año 2001, un ministro de ese país me dijo adelante del presidente Jorge Battle: “Para qué queremos un dulce de leche argentino, si ya tenemos los nuestros”. Sin comentarios.
El pensamiento económico neoclásico, con sólidos argumentos teóricos, sostiene que el proteccionismo termina perjudicando a los consumidores, y beneficia a algunos industriales, pero a la larga perjudica al país. Carlos Marx estaba de acuerdo, y agregaba que el proteccionismo era una de las razones por las que se deterioraba la distribución del ingreso: los industriales se enriquecían en demasía, y los obreros se empobrecían al pagar precios mayores.
Como en muchos temas económicos, hay un conflicto entre la teoría y la práctica, entre los beneficios inmediatos y los costos de largo plazo, o lo inverso, los costos inmediatos y los beneficios a largo plazo. Muchos países, hoy defensoras del libre comercio, fueron proteccionistas en el pasado. Entre ellos, los de Asia oriental, Estados Unidos y Brasil, que aplicaron prácticas proteccionistas en algunos sectores industriales, que luego fueron capaces de sobrevivir a la competencia externa, e incluso llegaron a ser exportadores.
Pero todos estos ejemplos reúnen algunas características en común: tienen mercados internos muy amplios, y a las barreras proteccionistas le sumaron políticas de desarrollo tecnológico, ventajas impositivas y financieras, recursos productivos, y promoción de exportaciones, para armar una estrategia integrada de desarrollo de una actividad específica. Los costos iniciales que pagaron los consumidores por los productos nacionales más caros, se vieron compensados en el tiempo por los mayores empleos y por la reducción posterior de esos precios, e incluso por los ingresos por las exportaciones de esos mismos productos.
A veces el nombre de Raúl Prebisch es asociado a esta política proteccionista, o de “sustitución de importaciones”, por sus opiniones cuando comandaba la Cepal. Pero hay que reconocer que sus opiniones siempre estuvieron en línea con ese proteccionismo inteligente que obedecía a una estrategia de industrialización. De hecho, los procesos industriales de nuestra región, especialmente en Brasil, México y Chile, más que en nuestro propio país, deben mucho a las ideas de Raúl Prebisch durante la década del 50.
Un proteccionismo inteligente se está imponiendo en el mundo posterior a la crisis de septiembre de 2008. Son muy pocos los que siguen creyendo en las virtudes automáticas de la apertura comercial. Incluso países como los Estados Unidos y los de la Unión Europea están replanteando lo que fue la moda de los anteriores treinta años: dejar que la producción se haga en Asia, con mano de obra barata, y quedarse con la innovación, las finanzas y la distribución comercial de sus empresas. La experiencia ha sido que finalmente, todo el negocio se traslada a donde se instala la producción, y hoy vemos que empresas chinas, taiwanesas, filipinas y obviamente japonesas, están comprando a las americanas y europeas, de las que antes eran proveedoras.
Pero este proteccionismo que responde a una estrategia industrial, no parte de la necesidad de equilibrar un balance comercial, sino de una estrategia de desarrollo económico y social. Y tiene el objetivo de lograr una industrialización que genere empleos bien pagos, mayores impuestos, y a la larga también exportaciones. Si solamente frenamos importaciones por escasez de divisas, para beneficio inmediato del gobierno y de unos pocos industriales, tendremos muchos costos a corto y largo plazo.
En primer lugar tendremos más inflación, ya que será inevitable, por más controles que se pongan, que los empresarios protegidos aumenten los precios, o bajen la calidad de sus productos.
En segundo lugar, ningún empresario serio, nacional o extranjero, invierte en una empresa que se beneficia por trabas a las importaciones que no responden a una estrategia explícita coherente y de largo plazo. Simplemente, porque no tiene ninguna garantía de que esa restricción no sea levantada cuando desaparezca la emergencia cambiaria, o cuando venga un cambio de política.
En tercer lugar, trabar las importaciones de países con los que mantenemos un activo comercio, como son Brasil y China, puede dar lugar a medidas contra nuestras exportaciones industriales a esos países. Con lo cual cada vez exportaremos más materias primas, y menos productos con valor agregado. Nos vamos a ir pareciendo cada vez más a los países petroleros, con sus graves desigualdades de ingresos, y la consecuente inestabilidad social y política.
Finalmente, no hay inversiones en un país con cambios permanentes en las reglas, con incertidumbre de abastecimiento energético, y con trabas permanentes en las exportaciones y las importaciones.
Cabe entonces preguntarse: ¿qué hay detrás de estas nuevas reglamentaciones para importar que entrarán en vigencia en pocas semanas?
¿Hay una estrategia de industrialización consensuada y coherente? Si es así, debería hacerse pública, para que sea plenamente eficaz y genere los mejores resultados posibles. Y que pueda ser debatida por los numerosos especialistas que tiene nuestro país en desarrollo industrial.
Esta alternativa debería comenzar promoviendo la exportación de alimentos procesados, que tan competitivos podrían ser en nuestro país, considerando la abundancia de materias primas. Pero, paradójicamente, estas exportaciones están siendo restringidas por la política comercial. Efectivamente, vemos las dificultades por las que atraviesan frigoríficos, empresas lácteas, la industria avícola, y muchas otras por las disposiciones de la Secretaría de Comercio.
Si sólo se trata de un manotazo para compensar los menores ingresos por la sequía, estamos ante otra clase de problemas, más graves.

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